De cómo me hice poeta, de Andrés Acosta
Por Paul Medrano
En la novela De cómo me hice poeta (Ficticia, 2010) el guerrerense Andrés Acosta plantea una trama en la que su protagonista, un jovencito que aún vive con sus padres, decide, tras mirar una película, convertirse en escritor y vivir de las regalías de sus obras, rodeado de lujos y mujeres hermosas.
Durante 48 capítulos transmitidos en sesenta años el Coyote persiguió sin éxito al Correcaminos. Pese a que este peculiar depredador utiliza complejos artefactos Acme —como el hoyo portátil, patines de propusión a chorro, píldoras de terremoto o rocas deshidratadas— el cánido siempre resulta víctima de sus propias celadas.
Como ya sabemos, el Coyote nunca ha atrapado al avechucho de marras (existe un episodio apócrifo donde sucede lo contrario, pero eso es harina de otro costal). Generalmente, el mamífero aparece transido y hambriento. Obsesionado por atrapar al pajarraco, el cual siempre termina alejándose a toda velocidad con su inconfundible bip-bip.
Entre los aprendices a escritor pasa algo parecido: durante años buscan aquello que habrá de convertirlos, como por arte de magia, en escritores consumados. La búsqueda suele enfilarse hacia objetivos como una pluma fuente, una casa llena de libros, una beca o una cuenta bancaria.
La utopía del Coyote es creer que el Correcaminos satisfará su descomunal apetito. La del aspirante a escritor, que la literatura se vende en comprimidos de 500 miligramos, los cuales pueden ingerirse en dosis diarias durante noventa días.
Según Unamuno, las utopías son la sal de la vida. De modo que, para bien o para mal, seguiremos viendo esas huestes de incautos (por cierto, algunos no tan jóvenes) que creen que un diploma que cuelga de su sala les otorgará el cargo vitalicio de poeta. Ignoran que “hacer literatura no es un deber, pues a nadie le urge un escritor”, aclaró alguna vez Yuri Herrera.
En la novela De cómo me hice poeta (Ficticia, 2010) el guerrerense Andrés Acosta plantea una trama relacionada con lo antes mencionado. En ella su protagonista, un jovencito que aún vive con sus padres, decide, tras mirar una película, convertirse en escritor y vivir de las regalías de sus obras, rodeado de lujos y mujeres hermosas.
Naturalmente, como el chaval está desapegado a la escritura y la lectura, elegirá truculentos caminos para conseguir su objetivo. Primero se saldrá de la casa de sus padres. Conseguirá un trabajo en una lavandería (donde cree que encontrará historias fantásticas, lo cual, como ya sabemos, es más falso que el repunte económico de México). Entrará a una escuela de escritores donde aprenderá a creerse escritor, pero no a escribir. Al egresar del mentado plantel se dará cuenta de que no ha escrito absolutamente nada. Ingresará a la burocracia cultural y finalmente a una legión ultrasecreta que pretende cambiar el mundo a partir de atentados ortográficos a los anuncios y comunicados del gobierno.
La novela representa una sátira hacia la maquinaria intelectual y sus insalubres relaciones con el poder político. De cómo me hice poeta nos recuerda a El miedo a los animales de Enrique Serna o La muerte de un instalador de Álvaro Enrigue. También posee cierta afinidad a La muerte del canario del rey de Dylan Thomas y John Davenport. Sin embargo, percibo más cercanía con El hombre que fue jueves, de Chesterton, en la que su protagonista, un joven poeta, ingresa a una secta que pretende cambiar el rumbo de la humanidad.
Sin embargo, Acosta añade a su trama un potente humor que desmarca a la obra de toda pose intelectualoide y la ubica como una lectura de gran deleite. Es decir, lo que importa es cómo critica, mas no la crítica per se.
El chilpancingueño ha incursionado con éxito en la novela policiaca, así como en la literatura infantil y juvenil. Ambos estilos perviven en De cómo me hice poeta y le confieren una fuerza narrativa única, llena de divertido sarcasmo y reflexivos planteamientos sobre el aparato cultural de nuestro país.
Según las reglas del Coyote y el Correcaminos, ninguna fuerza externa puede dañar al cánido, sólo su propia ineptitud o el fallo de los productos de Acme. Con excepción de esto último, la norma también podría aplicarse a los escritores sin talento, como no es el caso de Andrés Acosta, pues de haber sido el Coyote desde hace tiempo habría atrapado al pajarraco y aliviarnos para siempre de su insoportable bip-bip. ®
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